La cultura nos conecta: esto es algo en lo que he creído toda mi vida, y he tenido la suerte de ver la evidencia dondequiera que vaya. Ya se trate de un compositor, una orquesta y una audiencia que crean un ethos comunitario a través de una obra importante, o de una canción sencilla que comparten una madre y un hijo, la cultura es nuestra manera de crear sentido, encontrar propósito, comprendernos, experimentar el asombro y construir nuevas realidades. Ello es así porque la cultura no solo contiene a las artes, sino también a las humanidades, las ciencias, la agricultura, la medicina, el diseño, la gastronomía: todas las maneras de explorar y crear que tenemos para sobrevivir y desarrollarnos. La cultura es el modo como los seres humanos expresan la verdad, generan confianza y encuentran la empatía para satisfacer las necesidades de unos y otros.
La capacidad creativa que tiene la cultura para crear conexiones y ayudarnos a imaginar y construir un mundo mejor está en todas partes. Hace dos años realicé un experimento para comprobarlo. Emprendí una gira para tocar y escuchar, y llevé conmigo la música de J. S. Bach, un compositor que considero un «artista científico», alguien que fue capaz de estudiar la humanidad de modo objetivo, pero también de ser completamente empático. Esa cualidad se transmite a través de su música, y es uno de los motivos fundamentales por los que la gente sigue conectándose con ella y a través de ella, incluso personas que viven 300 años después de Bach y en culturas muy diferentes de la suya. Se me ocurrió que tocando esta música para gente de todas partes del mundo y escuchando lo que tenían para decir acerca de lo que le da sentido y propósito a su vida, quizá podíamos iniciar una conversación mucho más amplia acerca de la gran cantidad de formas en que la cultura nos conecta hoy. Así que, a lo largo de 19 meses y seis continentes, toqué 27 conciertos de las suites de Bach para violonchelo solo, en escenarios cubiertos y al aire libre, en donde se pudiera reunir la audiencia más amplia y diversa posible. Aquellos conciertos se convirtieron en el trampolín para los «días de acción», eventos diseñados principalmente por socios locales, cuya intención era iniciar una conversación acerca de cómo las personas encuentran sentido y un motivo para actuar en la cultura.
¿Qué aprendí? En primer lugar, la cultura y el trabajo creativo tienen un impacto positivo en los problemas más graves que enfrenta nuestra sociedad, y eso está ocurriendo ahora mismo. Lo vimos en todos lados. En Yakarta colaboramos con la empresa de moda sostenible SukkhaCitta, que recupera métodos tradicionales para cultivar tinturas y manufacturar textiles con el objetivo de eliminar la explotación de mujeres en la cadena de suministro global de la moda, conservar el medio ambiente, incorporar las culturas indígenas en la economía formal, crear empleos y mantener las tradiciones vivas. En Montreal trabajamos con Wapikoni, una organización que promueve el crecimiento personal y profesional a través de la creación audiovisual para canadienses indígenas y fomenta la inclusión de sus voces – y de una tradición de toma de decisiones de «siete generaciones»– en el futuro de Canadá. En Atenas, nos asociamos con Shedia («la balsa»), el periódico que se vende en la calle, que también dirige un programa de reciclaje creativo, un bar y un restaurante, cuyos empleados son personas sin techo o que viven en la pobreza y que han sido empoderados y entrenados por la organización. Y en Washington D. C., terminamos el día de acción en el Centro de Arte Anacostia, un espacio de uso mixto que construye equidad negra a través de empresas enfocadas en la cultura. En cada uno de estos lugares, y en muchos más, la gente emplea la cultura y la actividad creativa para crear empleos, hacer escuchar su voz e infundir esperanza.
Sin embargo, en medio de tanta labor inspiradora, también aprendí que hay potencial para causar un impacto mucho mayor. En Sydney, el día de acción fue un hackatón con impacto social para Connections Australia, una app que ayuda a nuevos inmigrantes a encontrar las habilidades, los empleos y las comunidades que necesitan para desarrollarse. Ya está al servicio de miles de nuevos australianos, pero aproximadamente medio millón llega todos los años, y hubo más de 270 millones de migrantes en el mundo en 2019. Otro ejemplo es Nest, nuestro socio global que nos conectó con artistas locales para crear afiches para cada concierto, que trabaja con más de 200.000 artesanos manuales en más de 100 países, para brindarle a la cultura local acceso a los mercados globales. Pero a nivel global la cantidad de trabajadores manuales que trabajan en el hogar podría ser de cientos de millones. La mayor fortaleza de la cultura es su dimensión humana, pero eso significa que gran parte del impacto que vimos tiene que construirse de a una persona por vez, y hay un enorme potencial por escalar soluciones buenas.
Para aprovechar ese potencial, este trabajo necesita más apoyo. Si bien la cultura puede producir grandes esfuerzos colectivos, se basa en nuestra experiencia individual del mundo; aunque puede ser poderosamente global, comienza como algo local. Así que a diferencia de un programa gubernamental o una iniciativa corporativa, la «economía creativa» de la cultura necesita el apoyo de abajo hacia arriba para hacer más factibles esas conexiones. Muchas de las organizaciones con las que trabajamos tenían mucho éxito a nivel local, pero necesitan inversión –de capital financiero, o de recursos humanos, o de reconocimiento público– para llegar a una mayor audiencia y, finalmente, ser parte de soluciones globales.
Como sociedad, no nos cuesta apoyar el lado científico de la cultura. Pero la ciencia resulta más eficaz cuando retiene su dimensión humana, es decir, cuando se encuentra posicionada con firmeza como una actividad cultural. Para encontrar la verdad y el conocimiento que sirvan a las necesidades de la humanidad de un modo más efectivo, necesitamos que el arte y la ciencia sean plenamente valoradas y colaboren entre sí. Cuando lo táctil y lo invisible están ambos presentes en nuestro pensamiento es que encontramos sentido y propósito. Así que invirtamos en el resto de la economía creativa con el mismo entusiasmo con que invertimos en el impacto científico, sabiendo que son parte del mismo proyecto más amplio: crear un mundo mejor para las generaciones venideras.
J. S. Bach tenía el don de ver a la humanidad con gran claridad, y su respuesta a ese conocimiento fue escribir música de empatía y esperanza, y no de ira o desesperación. Dondequiera que los seres humanos nos hemos reunido, hemos utilizado nuestras facultades creativas para buscar la verdad, construir confianza y servirnos unos a otros. Seguimos haciéndolo hoy, incluso en las circunstancias más difíciles. El poder de la cultura se halla en la conexión, nos conecta entre nosotros y con el mundo, ayudándonos a comprender que si sufres, yo sufro. Con aquella fuerza intrínseca y el apoyo adecuado, la cultura y la creatividad continuarán siendo la fuente más poderosa de soluciones humanas.